25 de Mayo de 1810. La llovizna del otoño porteño, que ha caído durante toda la semana, no impide que desde muy temprano haya actividad en el Cabildo. Allí están los cabildantes dispuestos a rechazar las renuncias, aduciendo que la Junta no tiene facultades para negarse a aceptar un poder que les confirió el pueblo. Los capitulares apelan a los comandantes militares para hacer respetar lo resuelto y “contener esa parte descontenta”. De no hacerlo, ellos serán los responsables “de las funestas consecuencias que pueda causar cualquier variación en lo resuelto ?”.
Mientras esto ocurre en la Sala Capitular, la Legión Infernal vuelve por sus fueros y ocupa la plaza entre una gritería. Por tercera vez aparecen las cintas blancas y los retratos de Fernando, pero ahora con el agregado de un penacho rojo. Apenas el Cabildo remite a la Junta el oficio por el cual rechaza las renuncias de sus miembros, muchos penetran en la Sala Capitular, y sus cabecillas proclaman allí, como representantes de la gente reunida en la plaza, que el pueblo “disgustado y en conmoción”, no está dispuesto a aceptar a Cisneros como Presidente de la Junta y menos como jefe de todas las fuerzas, y entiende que el Cabildo se ha excedido en las facultades que el mismo pueblo le confirió el día 22. Los dirigentes piden que se tomen rápidas medidas para calmar a la gente de la plaza. Cuando el Cabildo, a regañadientes, promete rever su resolución, los diputados del pueblo reunido en la plaza se retiran.
Pero los cabildantes, confiados todavía en el apoyo de las fuerzas militares, no llevan demasiado el apunte a esas advertencias. Una vez más, citan a los comandantes para que se presenten a las nueve y media de la mañana a ratificar el prometido apoyo a la Junta. Esta vez los comandantes asumen una actitud diferente, y la mayoría de ellos - no está presente Saavedra - señala “que el disgusto es general en el pueblo y en las tropas” por la designación de Cisneros, hasta el extremo de que ellos no pueden contener esa opinión generalizada pues se exponen a que los tachen de sospechosos. “El pueblo y las tropas – añaden - están en una terrible fermentación". Según los jefes militares, es preciso adoptar con tiempo las medidas que prevengan la realización de actos seguramente funestos para la paz de la ciudad.
11. "El pueblo quiere saber lo que se trata"
Entretanto, la gente reunida en la plaza atruena con sus gritos y golpea las puertas con violencia exigiendo “saber lo que se trata”. Después de retirarse los jefes militares, el Cabildo no tiene más remedio que rever sus medidas. Comunica entonces a la Junta que no queda otra solución que la separación de Cisneros. Este, sin embargo, no está dispuesto a aceptar fácilmente su derrota, y mucho tienen que esforzarse los capitulares para conseguir que ratifique los términos de su anterior renuncia y abandone sus pretensiones de gobierno. Pero esto ya no es suficiente. Representantes de los reunidos en la plaza se apersonan nuevamente al Cabildo y manifiestan que el pueblo ha resuelto reasumir la autoridad que el 22 depositó en dicho cuerpo, y exige que se constituya una Junta con los candidatos que en esas momentos presentan: Saavedra, como Presidente; Castelli, Belgrano, Azcuénaga, Alberti, Matheu y Larrea como vocales; Paso y Moreno como secretarios. Los dirigentes civiles piden además que en el término de quince días salga hacia el interior una expedición de 500 hombres “costeada con la renta del señor Virrey, señores oidores, contadores mayores, empleados de Tabacos y otras que tuviese a bien”.
El petitorio se hace en un marco de desorden, en medio de gritos acompañados de violencia. El Cabildo exige entonces que la petición se formule por escrito “para proceder con mejor acuerdo?”. En esos momentos llega a la Sala Capitular la renuncia definitiva de Cisneros, quien manifiesta que realiza ese gesto “con la mayor generosidad y franqueza, resignado a mostrar el punto a que llega su consideración por la tranquilidad pública, y precaución de mayores desórdenes”. La petición escrita requerida por el Cabildo a los dirigentes populares es redactada por el subteniente Nicolás Pombo de Otero, y la firman gran número de oficiales. Su encabezamiento indica que se hace en nombre de “vecinos” y de “comandantes y oficiales de los cuerpos voluntarios de esta Capital de Buenos Aires”. De este modo, son los militares quienes ratifican por escrito las aspiraciones antes presentadas por los representantes de los reunidos en la plaza
12. ¿Dónde está el pueblo?
La plaza está ahora desierta. Es ya pasado mediodía, la hora de la siesta tradicional, y los revolucionarios porteños se han retirado de la plaza. Cuando reciben la petición escrita, los cabildantes advierten el hecho y exigen que se proceda a congregar al pueblo, “pues el Cabildo, para asegurar la resolución, debe oír del mismo pueblo si ratifica el contenido de aquel escrito?”. Pasa un rato; los capitulares salen al balcón y ante la escasez de gente Leiva pregunta: “¿Dónde está el pueblo?”.
Esto colma la paciencia de los pocos exaltados que permanecen en, la plaza, bajo la llovizna. A partir de ese momento - dice el acta del Cabildo – “se oyen entre aquellos las voces de que si hasta entonces se había procedido con prudencia porque la ciudad no experimentase desastres, sería ya preciso echar mano a los medios de violencia; que las gentes, por ser hora inoportuna, se habían retirado a sus casas; que se tocase la campana del Cabildo y que el pueblo se congregaría en aquel lugar para satisfacción del Ayuntamiento; y que si por falta de badajo no se hacía uso de la campana, mandarían ellos tocar a generala y que se abriesen los cuarteles, en cuyo caso sufriría la ciudad lo que hasta entonces se había procurado evitar". Esta vez, la amenaza no es velada, sino directa y terminante. Los capitulares lo comprenden y se dan cuenta de que no queda otro camino que acceder a todo lo que se pide. El Cabildo aprueba entonces la petición, impotente para resistirse a los jefes militares que amenazan con la acción, y al corto número de individuos todavía reunidos en la plaza para apoyarlos hasta el final.
Entonces el actuario lee el acuerdo: la Junta debe velar por el orden y la tranquilidad; el Cabildo velará por la conducta de los vocales y, previo conocimiento del pueblo, los podrá remover si no cumplen con su deber; también tendrá la facultad de designar los reemplazantes por impedimento de alguno de los miembros; por otra parte, se limitan las atribuciones de la Junta para establecer impuestos sin aprobación previa del Cabildo.
Casi enseguida, Leiva se las ingenia para que los capitulares aprueben para la nueva Junta un reglamento muy similar al que debió regir a la efímera Junta que había renunciado el día anterior.
Pero la situación en que ha quedado el Cabildo no es, por cierto, airosa. Fracasadas todas las artimañas de Leiva, el poder está por entero en manos de los patricios. Los cabildantes quieren conseguir, por lo menos, que la asunción del nuevo gobierno carezca del boato con que se había rodeado la del día anterior. Con el pretexto de la urgencia, se resuelve que la Junta se instale “por acta separada y sencilla” y se publique su instalación por bando “sin detenerse en las fórmulas que se observaron para la instalación de la primera”.
La ceremonia. se lleva a cabo rápidamente, con el protocolo indispensable. Los miembros de la Junta pedida e impuesta por los criollos se disponen a jurar. Saavedra, antes de hacerlo, manifiesta que acepta el cargo de Presidente “sólo por contribuir a la tranquilidad pública y a la salud del pueblo”. Luego, juran, en su orden, los demás miembros.
Todos ellos se comprometen a “conservar íntegra esta parte de América a nuestro augusto soberano don Fernando Séptimo y sus legítimos sucesores” y a “guardar puntualmente las leyes del reino”. Azcuénaga, cuando jura, pide que en tanto su designación obedece al voto de “una del pueblo”, se consulte la voluntad de la “que faltase y la represente”.
Al terminar la ceremonia, Saavedra promete “mantener el orden, la unión y la fraternidad”, y también “guardar respeto y hacer el aprecio debido de la persona del Excmo. Señor don Baltasar Hidalgo de Cisneros y toda su familia”. Asomado al balcón del Cabildo, repite lo mismo ante “la muchedumbre de pueblo que ocupaba la Plaza”. De allí, en un marco multitudinario, entre repiques de campanas y salvas de artillería, los miembros de la Junta se trasladan al Fuerte, mientras arrecia una lluvia torrencial que les sirve de excusa a los capitulares para evadir la ceremonia de cumplimentar a las nuevas autoridades.
El primer gobierno revolucionario del Río de la Plata, que asume el poder en el nombre del pueblo, ya es un hecho.
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