11.23.2006

La Revolucion de Mayo- Antecedentes

1. La Revolución en marcha
El año 1809 llega a su fin. En Buenos Aires, las divergencias entre criollos y españoles se hacen cada vez más profundas. El Virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros intenta mitigar esas disensiones con medidas prudentes, pero ello no basta. La conspiración de los criollos flota en el aire y día a día son más concretas las informaciones que recibe el mandatario de que se trama una conmoción del orden institucional. El 25 de Noviembre Cisneros crea el Juzgado de Vigilancia Política, destinado a perseguir tanto a los afrancesados como a aquellos que auspician regímenes políticos contrarios a la conservación de América en dependencia de España, incluyendo a quienes propaguen “falsas y funestas noticias sobre el estado de la Nación”. Un mes más tarde, el Virrey lanza un bando por el que previene al vecindario contra “algunos pocos díscolos que extendiendo noticias falsas y seductivas, pretenden mantener la discordia y fomentar el espíritu de partido, tal vez con ideas más depravadas cuyo fondo de malicia no penetran los incautos". El clima de conmoción impera en Buenos Aires y sólo falta un pretexto formal para que la revolución estalle. Así lo estima Cornelio Saavedra cuando, en Abril, les confía a sus amigos: “Aún no es tiempo; dejen ustedes que las brevas maduren y entonces las comeremos”.

Las brevas maduran, y el tiempo llega cuando, el 14 de Mayo de 1810, el barco de guerra inglés Mistletoe arriba a Buenos Aires, trayendo impresos con informaciones de Cádiz fechadas el 4 de Febrero; ellas confirman categóricamente los rumores que ya circulaban con profusión en el Río de la Plata. Pero, además, llega con la nave británica la noticia de que el día anterior, 13 de Mayo, ha anclado en Montevideo la fragata británica Juan Paris, con informes más actualizados. De este modo, se sabe en Buenos Aires que los franceses están ya muy próximos a Cádiz, que la Junta Suprema ha sido disuelta y que se ultiman los preparativos para el inmediato tramado del gobierno a la isla de León. “El martes 15 de Mayo - anota un testigo en su Diario- reventó la explosión esperada por tanto tiempo". Una diputación militar se apersona ese día a Cisneros y le concede plazo de dos horas para que confirme o rectifique lo que todo Buenos Aires sabe. El virrey, aunque se toma más tiempo, no puede ya ocultar los desastres del reino, y se ve obligado a ordenar la publicación de las noticias sobre la guerra de España, que pocos días antes habían llegado a bordo de los dos barcos ingleses.
2. El inicio
El año 1809 llega a su fin. En Buenos Aires, las divergencias entre criollos y españoles se hacen cada vez más profundas. El Virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros intenta mitigar esas disensiones con medidas prudentes, pero ello no basta. La conspiración de los criollos flota en el aire y día a día son más concretas las informaciones que recibe el mandatario de que se trama una conmoción del orden institucional. El 25 de Noviembre Cisneros crea el Juzgado de Vigilancia Política, destinado a perseguir tanto a los afrancesados como a aquellos que auspician regímenes políticos contrarios a la conservación de América en dependencia de España, incluyendo a quienes propaguen “falsas y funestas noticias sobre el estado de la Nación”. Un mes más tarde, el Virrey lanza un bando por el que previene al vecindario contra “algunos pocos díscolos que extendiendo noticias falsas y seductivas, pretenden mantener la discordia y fomentar el espíritu de partido, tal vez con ideas más depravadas cuyo fondo de malicia no penetran los incautos". El clima de conmoción impera en Buenos Aires y sólo falta un pretexto formal para que la revolución estalle. Así lo estima Cornelio Saavedra cuando, en Abril, les confía a sus amigos: “Aún no es tiempo; dejen ustedes que las brevas maduren y entonces las comeremos”.

Las brevas maduran, y el tiempo llega cuando, el 14 de Mayo de 1810, el barco de guerra inglés Mistletoe arriba a Buenos Aires, trayendo impresos con informaciones de Cádiz fechadas el 4 de Febrero; ellas confirman categóricamente los rumores que ya circulaban con profusión en el Río de la Plata. Pero, además, llega con la nave británica la noticia de que el día anterior, 13 de Mayo, ha anclado en Montevideo la fragata británica Juan Paris, con informes más actualizados. De este modo, se sabe en Buenos Aires que los franceses están ya muy próximos a Cádiz, que la Junta Suprema ha sido disuelta y que se ultiman los preparativos para el inmediato tramado del gobierno a la isla de León. “El martes 15 de Mayo - anota un testigo en su Diario- reventó la explosión esperada por tanto tiempo". Una diputación militar se apersona ese día a Cisneros y le concede plazo de dos horas para que confirme o rectifique lo que todo Buenos Aires sabe. El virrey, aunque se toma más tiempo, no puede ya ocultar los desastres del reino, y se ve obligado a ordenar la publicación de las noticias sobre la guerra de España, que pocos días antes habían llegado a bordo de los dos barcos ingleses.
3. La "Legión Infernal"
21 de Mayo de 1810. A las 9 de la mañana se reúne el Cabildo, e inicia sus trabajos con la rutina habitual, pero al poco rato debe interrumpirlos. La Plaza de la Victoria está ocupada por unos 600 hombres armados de pistolas y puñales, que ostentan en el sombrero un retrato de Fernando VII y en el ojal de la chaqueta una cinta blanca, símbolo de la unidad criollo-española. La multitud, encabezada por Domingo French y Antonio Luis Beruti, grita airada que se llame a Cabildo abierto y se destituya a Cisneros. El escándalo que produce esta Legión Infernal - tal es su lema - causa alarma entre los cabildantes, que se apresuran a solicitar del Virrey que autorice la convocatoria; al oficio formal se agrega un pedido verbal de que la respuesta fuese urgente y afirmativa. Rápidamente, Cisneros borronea la autorización requerida y, mientras los delegados del Cabildo entran a la sala para entregarla, otro cabildante corre en busca de Saavedra con el ruego de que ponga orden en la plaza. La salida de este emisario es advertida por los manifestantes, que reclaman a gritos la presencia del Síndico para que se les informe si el Virrey ha accedido a la convocatoria a Cabildo abierto. Sale Leiva al balcón y con palabras mesuradas y prudentes intenta convencer a los peticionantes de que el Ayuntamiento se ocupará de todo, que se queden tranquilos y regresen a sus casas en orden. La grita se hace entonces más concreta: clama que el Virrey sea suspendido y Leiva nada puede hacer para calmarla. En esos momentos entra Saavedra a la Sala Capitular y los cabildantes le piden que interponga su influencia ante los manifestantes para que despejen la plaza. Desde el balcón, el Jefe de los Patricios habla a la multitud, asegurándole que nada omitirían él y los demás comandantes para satisfacer las demandas populares. Pide luego la desocupación de la plaza y la tranquilidad necesaria para que los cabildantes puedan seguir deliberando. Los manifestantes se retiran, y el Cabildo se dedica entonces a estudiar la manera de convocar el congreso de vecinos. Finalmente, se resuelve que la convocatoria se realice para el día siguiente, 22 de Mayo, a las 9 de la mañana. Se confecciona una lista de los personajes que deben ser invitados y se acuerda, además, que ha de redactarse una “proclama enérgica” para comenzar la sesión. Se invitará al obispo, a las autoridades jurídicas y administrativas, al Cabildo eclesiástico, a los comandantes, a los alcaldes de barrio, a diversos catedráticos, oficiales, sacerdotes y vecinos principales.

La convocatoria a Cabildo abierto no es, todavía, una victoria de los revolucionarios. El partido del Virrey confía en que los votos terminarán dándole la hegemonía. Se imprimen 600 esquelas de invitación, pero sólo se llegan a distribuir 450, sobre la base de la lista elaborada por el Cabildo. La mayoría de esos invitados, presumiblemente, apoya la causa del Virrey. Sin embargo, sólo concurren 251 invitados. La ausencia de los 199 que no se presentan se debe, en su mayoría - según un autor -, a la pusilanimidad y el miedo, sin perjuicio de que los miembros de la Legión Infernal y muchos oficiales se encarguen de sugerir el regreso a sus casas a algunos de los invitados que resultan ausentes. Pero además de la gente que ocupa los altos de la casa consistorial - relata un testigo - hay “una reunión como de 300 personas de capa y, debajo de éstas armadas de puñales y pistolas; a su cabeza está don Antonio Luis Beruti".
4. Cabildo Abierto
Además de los invitados especiales, concurre una barra entusiasta. French, por su parte, lleva a sus hombres para dar calor popular a las opiniones de los revolucionarios. En medio de la expectativa general, abre la sesión el escribano del Cabildo, Justo José Núñez: lee la proclama especialmente preparada, en la que se aconseja mesura, prudencia y serenidad en las discusiones, sin perjuicio de que todos puedan expresar su opinión en libertad; se destaca, asimismo, la necesidad de consultar a las provincias interiores del Virreinato y la conveniencia de no llevar a cabo mudanzas catastróficas.

Enseguida Núñez pronuncia la fórmula de rigor: “Ya estáis congregados; hablad con toda libertad".

Entonces comienza un debate que durará cuatro horas. Por momentos, la sesión se torna desordenada y tumultuoso. Uno de los asistentes, partidario del Virrey, el coronel Francisco Orduña, contará más tarde que había sido “tratado públicamente de loco” por no participar de las ideas revolucionarias, y que igual trato se había dado a “otros jefes militares veteranos y algunos prelados" que acompañaron su voto. Un testigo anónimo, también partidario del Virrey, será más explícito: “Se les obliga a votar en público y al que votaba a favor del jefe, se le escupía, se le mofaba, hasta el extremo de haber insultado al Obispo”. En este clima, los oradores proliferan, los términos empleados son muchas veces duros y no faltan los insultos. Sin embargo, los discursos principales se reducen a cinco: son los que pronuncian el obispo Benito de Lué y Riega, el doctor Juan José Castelli, el General Pascual Ruiz Huidobro, el Fiscal de la Real Audiencia, Doctor Manuel Genaro Villota, y el Doctor Juan José Paso.

Según contará luego Saavedra, el obispo - oriundo de Asturias - habla “largo como suele”. Lué es "singularísimo en su voto”. Dice que “no solamente no hay por qué hacer novedad con el Virrey, sino que aun cuando no quedase parte alguna de la España que no estuviese subyugada, los españoles que se encuentran en las Américas deberían tomar y asumir el mando de ellas; éste sólo podrá venir a manos de los hijos del país, cuando ya no quede un solo español en él". En la versión de un cronista anónimo, el obispo resulta más concreto: “Aunque haya quedado un solo vocal y arribase a nuestras playas, lo deberíamos recibir como a la Soberanía”'. El argumento irrita a los revolucionarios y a la barra. Tanto, que más tarde el obispo corta el discurso de un opositor, que le replica, diciéndole:

- A mí no se me ha llamado a este lugar para sostener disputas sino para que caiga y manifieste libremente mi opinión y lo he hecho en los términos que se han oído.

Tan desconcertante resulta la posición del obispo, que nadie, ni siquiera los más acérrimos partidarios del Virrey, lo va a acompañar con su voto.
5. "El gobierno de España ha caducado"

Toca a Castelli replicar a Lué, pues es el orador designado de antemano por los revolucionarios para fundamentar la posición patriota. Sin embargo, la solemnidad del prelado y la angustia del momento lo hacen vacilar, hasta que el Doctor Cosme Argerich y el Teniente Nicolás de Vedia, tomándolo entre sus brazos, lo exhortan a que hable. “Castelli rompe el silencio al principio algo balbuciente – narra Vedia – y al fin con la profusión de la verba que le era genial”, como es – según los miembros de la Real Audiencia - “el orador destinado para alucinar a los concurrentes”.

-Desde que el señor Infante Don Antonio (un tío de Fernando VII a quien éste confió la presidencia de la Junta Suprema de Gobierno) salió de Madrid (obligado por los franceses), ha caducado el gobierno soberano de España – como comienza diciendo Castelli. Ahora con mayor razón debe considerarse que ha expirado, con la disolución de la Junta Central, porque además de haber sido acusada de infidencia por el pueblo de Sevilla, no tenía facultades para establecer el Supremo Gobierno de Regencia, ya porque los poderes de sus vocales eran personalísimos para el gobierno y no podían delegarse, y ya por la falta de concurrencia de los diputados de América en la elección y establecimiento de aquel gobierno, que es por lo tanto ilegítimo. Los derechos de la soberanía han revertida al pueblo de Buenos Aires, que puede ejercerlos libremente en la instalación de un nuevo gobierno, principalmente no existiendo ya, como se supone no existir, la España en la denominación del señor don Fernando Séptimo".

Los argumentos de Castelli tienen una fuerza jurídica indudable, al postular la reversión de la soberanía al pueblo rioplatense, invocando el mismo principio usado por las provincias españolas ante la invasión de Napoleón.

Tras el discurso de Castelli, replican con ardor el Obispo y el Fiscal Villota. Sin rebatir las razones fundamentales de Castelli, Villota pone el dedo en la llaga:

- En las circunstancias de apuro en que se hizo el nombramiento de la Regencia, sólo en la Junta Central pueden reunirse los votos de todas las provincias y la facultad para la elección; cualquier defecto que se pueda notar en ésta, lo subsana el reconocimiento posterior de los pueblos; el de Buenos Aires no tiene por sí solo derecho alguno a decidir sobre la legitimidad del Gobierno de Regencia sino en unión de toda la representación nacional, y mucho menos a elegirse un gobierno soberano, que sería lo mismo que romper la unidad de, la Nación y establecer en ella tantas soberanías como pueblos”.



6. Un alegato decisivo
El discurso de Villota desconcierta a Castelli, porque abre en su argumentación una brecha que no había previsto. No todo está perdido, para los patricios, sin embargo, pues salvadoramente aparece entonces la mente lógica de Juan José Paso. Su contrarréplica pone punto final a la resistencia española:

Dice muy bien el señor Fiscal, que debe ser consultada la voluntad general de los demás pueblos del Virreinato; pero piénsese bien que en el actual estado de peligros a que por su situación local se ve envuelta esta capital, ni es prudente ni conviene el retardo que importa el plan que propone. Buenos Aires necesita con mucha urgencia sea cubierto de los peligros que la amenazan, por el poder de la Francia y el triste estado de la Península. Para ello, una de las primeras medidas debe ser la inmediata formación de la junta provisoria de gobierno a nombre del señor don Fernando VII; y que ella proceda sin demora a invitar a los demás pueblos del Virreinato a que concurran por sus representantes a la formación del gobierno permanente".

De este modo, apelando a circunstancias de hecho, fundamenta Paso el derecho de Buenos Aires a instaurar un gobierno provisional. Abrumado por una emoción que llega hasta las lágrimas, Villota no acierta a encontrar argumentos valederos para destruir el sólido alegato de Paso. El fiscal interviene entonces nuevamente y, con voz entrecortada, echa en cara a los porteños su desapego a la doliente España:

- Es muy doloroso que en la ocasión de su mayor amargura, trate Buenos Aires de afligirla con una novedad de esta clase, oscureciendo por una equivocación de concepto las glorias que tenía adquiridas.

Mientras tanto, los invitados y la barra participan activamente. "Las reflexiones del doctor Castelli son aplaudidas con vivas y palmadas del partido más numeroso - dice el informe oficial de oidores-, al paso que a las del Fiscal sólo corresponden las lágrimas de los buenos españoles”. El duelo oratorio entre Paso y Villota, de modos, no termina en el Cabildo. Desde entonces se produce entre ambos un distanciamiento personal.

El General Pascual Ruiz Huidobro también fija su posición, "más atento a su ambición -según Cisneros-, que al servicio de Su Majestad". El Virrey sospecha que el general cuenta “con que, depuesto el legítimo Virrey, recaería en él el mando como oficial de mayor graduación”. Fuera o no justificada la suspicacia de Cisneros, lo cierto es que Ruiz Huidobro sostiene la necesidad de separar inmediatamente al Virrey del mando “por haber caducado en España la representación soberana que lo nombró”, y agrega que "debe el Cabildo reasumirla, como representante del pueblo, para ejercerla ínterin se forme un gobierno provisorio dependiente de la legítima representación que haya en la Península de la soberanía de nuestro augusto y amado monarca el señor don Fernando Séptimo". Al concluir, Ruiz Huidobro recibe “el débil aplauso de que le victoreen y digan alabanzas -se lamentaría más tarde Cisneros - tanto los partidarios que asisten al Congreso, como las gentes que con estudio han introducido a la plaza”.
7. La votación

Terminado el debate, se procede a votar. La barra patriota escandaliza por cada voto: con vivas si son contrarios al Virrey, con desafueros si son favorables a Cisneros. La grita se extiende a la plaza, donde los "infernales" - que ahora, han agregado a las cintas blancas una rama de olivo, símbolo de la victoria - se hacen eco de lo que pasa adentro a través de elocuentes señales que se les transmiten desde el Cabildo.

“Continúa la votación con todo este desorden - se quejaría más tarde en su informe el ex Virrey Cisneros- a los que sufragan en favor de la autoridad se les insulta con descaro y escarnio; a los que opinan en contra se les aplaude no obstante los apercibimientos serios del Cabildo. Se obliga a prestar los votos en público sin embargo de haber solicitado muchos la votación secreta; por manera que observando los hombres de bien una formal coacción toman muchos el partido de retirarse ocultamente a sus casas sin emitir sus votos”. Efectivamente, 25 concurrentes no votan. A favor del Virrey se pronuncian 64 votos, y 162 en contra. La extensa jornada sólo termina pasada la medianoche, en que es preciso buscar refugio para ponerse a cubierto “del hambre y el frío”.

El primero en votar es el obispo, pero nadie acompaña. su pronunciamiento. Le sigue Ruiz Huidobro, que vota en los términos de su discurso, y arrastra detrás suyo, entusiasmados, a Vieytes, Feliciano Chiclana, Viamonte y otros. El voto en favor del Virrey que concita más adhesiones lo emite el oidor Manuel José de Reyes y el voto patriota más acompañado es el de Saavedra, que sufraga en 299 lugar. Su pronunciamiento dice así: "Que consultada la salud del pueblo y en atención a las actuales circunstancias, debe subrogarse el mando superior que obtenía el Excmo. señor Virrey, en el Excm. Cabildo de esta Capital, ínterin se forma la corporación o junta que debe ejercerlo; cuya formación debe ser en el modo y forma que se estime por el Excmo. Cabildo, y no quede duda de que el pueblo es el que confiere la autoridad o mando”. Así, con ese voto, amplía Saavedra el alcance del de Ruiz Huidobro, al subrayar que es el pueblo quien ejerce originariamente la soberanía. Tal principio – que ya había sido aplicado en España al formarse Juntas de gobierno ante la invasión napoleónica – presidirá todos los acontecimientos posteriores de los días 23, 24 y 25 de Mayo.



8. El Cabildo reemplaza al Virrey

El 23 por la mañana se reúne el Cabildo para realizar el escrutinio de los votos emitidos en el borrascoso congreso del día anterior. “Hecha la regulación con el más prolijo examen – dice el acta del Cabildo – resulta de ella a pluralidad con exceso, que el Excmo. señor Virrey debe cesar en el mando y recaer éste provisionalmente en el Excmo. Cabildo, con voto decisivo el caballero Síndico Procurador General hasta la erección de una Junta que ha de formar el mismo Excmo. Cabildo, en la manera que estime conveniente". De este modo queda Leiva como jefe virtual del Virreinato. El astuto síndico no pierde la oportunidad de jugarse una carta brava para afirmar la posición del partido del Virrey. Hábilmente, Leiva señala al Cabildo que es conveniente conciliar el bien de estas provincias con la autoridad superior, la cual debe velar por la unión de todos los territorios americanos. Subraya el síndico que, si bien Cisneros ha cesado como Virrey, la autoridad que de él emana aconseja confiarle la presidencia de la Junta, hasta tanto los diputados de las demás provincias resuelvan lo que conviene en definitiva. Así lo resuelve el Cabildo y se redacta entonces un oficio para comunicar la decisión a Cisneros.

Hacia las dos de la tarde, los criollos Manuel José de Ocampo y Tomás Manuel de Anchorena cruzan la Plaza Mayor en dirección al Fuerte. Allí notifican la novedad al ex Virrey, que les dice:

- Acepto la decisión del Cabildo. Pero estoy dispuesto a alejarme del mando si es preciso. Considero prudente que antes de decidir nada en definitiva, se consulte a los comandantes de los Cuerpos de esta guarnición.

Apenas regresan los dos emisarios al Cabildo, con la aceptación escrita y condicionada de Cisneros, son citados los jefes militares. Estos responden la consulta de los cabildantes en forma ambigua, pues se limitan a expresar que el pueblo sólo ansía “que se haga pública la cesación en el mando del Excmo. señor Virrey, y la reasunción de él en el Excmo. Cabildo; que mientras no se verifique ésto (el pueblo) de ningún modo se aquietaría”.

Son aproximadamente las tres de la tarde, cuando los comandantes militares abandonan la Sala Capitular. Ni lerdo ni perezoso, Leiva aprovecha la ambigüedad de su respuesta para, que se confirme a Cisneros al frente de la Junta. Comienza a discutirse entonces la integración del nuevo cuerpo y, bajo la inspiración del síndico, se propone una Junta con mayoría de los partidarios del ex Virrey, reservándose sólo dos vocales para los revolucionarios: una la ocuparía Saavedra, a quien responden las fuerzas, y la otra el prestigioso secretario del Consulado, doctor Manuel Belgrano.

Se trata ahora de redactar un bando cuidadosamente armado, para que la noticia no exaspere a los revolucionarios. No es fácil hallar los términos más convenientes de la redacción, y en esa tarea transcurren las horas. Al promediar la tarde, nada se ha resuelto aún, y afuera los ánimos comienzan a inquietarse. Muchos curiosos se acercan a la Plaza, mientras los cabecillas de la Legión Infernal empiezan a sospechar que la demora obedece a algún arbitrio turbio de los cabildantes. Como la tensión va creciendo, Saavedra y Belgrano, por propia decisión, se apersonan al Cabildo para apurar una resolución. Según confiesa, el mismo Saavedra, allí se enteran con sorpresa del proyecto capitular y ambos se oponen a que se concrete. Aconsejan, en cambio, que el bando se limite a decir lo que el pueblo quiere: que la autoridad del Virrey ha caducado y el Cabildo ha, asumido el mando, sin que se hagan agregados ni se acelere demasiado la constitución de la Junta. El Cabildo no tiene más remedio que acceder y envía nuevos emisarios a Cisneros para pedirle ahora que autorice la publicación del bando por el cual se comunica al pueblo la cesación de su autoridad.

Los capitulares, sin embargo, habían preparado con cuidado los pasos inmediatos de su acción. Antes de dar a publicidad el bando se prohíbe, hasta nueva orden, la salida de toda clase de correo hacia el interior. Cuando están seguros de que la noticia no pasará los límites de la Capital, alrededor de la seis de la tarde, dan a publicidad el esperado bando, borroneado un poco a la disparado. En él se hace saber al pueblo que el Virrey cesa en el mando y que el Cabildo asume la autoridad política hasta tanto se designe una Junta que gobernará “hasta que se congreguen los diputados que se convocarán de las provincias interiores para establecer la forma de gobierno más conveniente”.

Al síndico Leiva le espera una noche de vigilia: debe meditar cómo hará al día siguiente para copar la situación de alguna manera.

9. La sorpresa del 24
Son las 9 de la mañana del 24 de mayo. El Cabildo, reunido, escucha la propuesta del síndico procurador sobre la erección de una Junta presidida por Cisneros e integrada por otros cuatro vocales que, en el congreso del 22, habían votado contra el Virrey: el cura rector de la parroquia de Montserrat, Juan Nepomuceno de Sola; el doctor Juan José Castelli; el comandante de Patricios Cornelio Saavedra, y el comerciante José Santos Inchaurregui, español de nacimiento.. Bastante ha cedido Leiva de su pretensión de la víspera, pero sigue firme en la idea de que la cesación del mando virreinal no debe llevar apareada la derrota, del partido del Virrey ni tampoco, de la autoridad personal de Cisneros. La. Junta debe sujetar su acción a un reglamento dé 13 artículos y su autoridad fenecerá cuando se produzca la llegada de los diputados del interior con los cuales se acordará la nueva forma definitiva de gobierno. Cisneros mantendrá sus privilegios y sus rentas y los miembros de la Junta se someterán a las leyes del reino, obligados por juramento a conservar la integridad de estos territorios para Fernando VII y sus sucesores. El reglamento prevé, además, una amnistía general, y su artículo 5º, previsoramente, reserva al Cabildo el derecho de remover a los miembros de la Junta si no cumplen con sus deberes; en tal caso reasumirá dicho cuerpo “la autoridad que le ha conferido el pueblo”.

La propuesta de Leiva es aprobada por el Cabildo; pero, con la prudencia que las circunstancias aconsejen, se acuerda que antes de darla a publicidad conviene “explorar la voluntad de los señores Comandantes de los cuerpos de esta guarnición, instruirles de la resolución y de su objeto, y exigir de ellos si se hallan en ánimo y posibilidad de sostenerla". Se convoca nuevamente a los Jefes militares. Allí están ahora Saavedra, Gerardo Esteve y Llach, Terrada, Ocampo, Pedro Andrés García, Rodríguez y Merelo, que después de escuchar la propuesta, le dan su aprobación y prometen su apoyo. Aparentemente, ya no hay ninguna dificultad para que la Junta entre en funciones y a las tres de la tarde se realiza la ceremonia del juramento. La inicia el alcalde Lezica con una ferviente arenga y la cierra Cisneros con su discurso como Presidente de la Junta. Asegura al pueblo que el gobierno provisional se compromete a ocuparse muy especialmente por la seguridad y conservación de las tierras rioplatenses “y a mantener el orden, la unión y la tranquilidad públicas”. A las cuatro de la tarde, la Junta se dirige al Fuerte y allí marchan poco después las autoridades para cumplimentar al nuevo gobierno provisional.

Todo parece haber salido según los planes de Leiva y el Cabildo. Pero los hechos se encargan de demostrar inmediatamente que no es así. La decisión del Cabildo apoyada por los jefes militares sorprende y excita a los dirigentes del movimiento revolucionario. Enseguida se suceden las reuniones destinadas a llevar adelante una acción para revisar los hechos consumados. A las ocho de la noche, la casa de Rodríguez Peña es escenario de una agitada reunión de dirigentes civiles y oficiales de los cuerpos. Allí se llega a una conclusión: es necesario “deshacer lo hecho, convocar nuevamente al pueblo”, y obtener del Cabildo una modificación sustancial. Inmediatamente se llama a Castelli que, tras vacilar inicialmente, termina por aceptar el criterio de la mayoría. Luego salen emisarios en todas direcciones y, al cabo de rápidas gestiones, los jefes militares reconocen su error. Todo se sucede aceleradamente y los revolucionarios consiguen, finalmente, el propósito buscado: a las nueve y media de la noche los miembros de la Junta, convencidos de que su permanencia acarreará gravísimos conflictos, presentan sus renuncias al Cabildo con el pretexto de que el no haberle quitado a Cisneros el mando de las fuerzas ha creado descontento. Aunque se plantea al Cabildo la urgencia de resolver la situación, éste nada dispone esa noche. Mientras tanto, los revolucionarios no se dan tregua y trazan por su cuenta un preciso plan de acción para asegurarse la posesión formal del gobierno y la destitución absoluta del Virrey. La experiencia ya les ha demostrado que deben ir preparados y con candidatos propios. Proyectan entonces la lista que habrán de defender. Esa noche, la agitación de los revolucionarios y la angustia de los partidarios del Virrey llenan las sombras que ya han caído sobre Buenos Aires.

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